jueves, 15 de marzo de 2012

El príncipe de los predicadores




Bendecido con una oratoria peculiar. Una voz que estremecía auditorios y corazones. Un hombre que supo conducir a tantos pecadores de las tinieblas a la luz. George Whitefield, encabezó el primer avivamiento evangélico conocido como “El Gran Despertar”.

Dueño de una voz que se podía escuchar con perfección a un kilómetro de distancia, a pesar de su débil constitución física y persistentes problemas en su sistema respiratorio, George Whitefield es uno de los cimientos más macizos del cristianismo moderno. Su palabra, expresiva y dramática, tan potente como un relámpago, influyó sobre miles de personas, como pocos predicadores lo han conseguido, y se erigió como el estandarte del “Primer Gran despertar” o “El Gran Despertar”, aquel movimiento de revitalización evangélica que se extendió por Europa y las colonias británicas de América entre 1730 y 1740, y que marcó a los seguidores de Jesucristo de todo el mundo.

Nacido el 16 de diciembre de 1714, en Gloucester, Inglaterra, Whitefield desde muy tierna edad sintió una gran atracción por Dios y por la Biblia. Educado por su madre, debido a que su padre murió cuando él apenas tenía tres años de edad, se consagró al estudio de las Escrituras en medio de una infancia trabajosa en la que debió laborar junto a ella en una pensión en la que limpiaba los cuartos, lavaba la ropa y vendía bebidas. Conocido en la escuela a la que asistía como el “Orador”, estudiaba y preparaba sermones. Sin embargo, de forma natural, su elocuencia y espontaneidad lo llevaron a sobresalir por encima del resto de sus compañeros y le valieron para dedicarse por un tiempo a la actuación y el teatro.

A la edad de dieciocho años fue admitido por el Pembroke College de Oxford. Sin embargo, como carecía de medios económicos para cubrir su matrícula, su ingreso a una de las universidades más prestigiosas del planeta fue en calidad de “servitor”, la categoría más baja entre los estudiantes de esa casa de estudio, por lo que fue asignado como “asistente” de un número de estudiantes de mayores recursos. Debido a esta situación, común en esa época, tuvo que cumplir con la obligación de despertarlos, sacar lustre a sus zapatos, cargar sus libros y hasta redactar sus trabajos académicos. Empero, también tuvo tiempo para formar parte del “Holy Club”, una organización cristiana que se reunía en Oxford, donde conoció a John Wesley y Charles Wesley.

Apasionado de las Escrituras y la sana doctrina, George Whitefield entregó su vida de forma definitiva al Creador en la Semana Santa de 1735. Tiempo después, el 20 de junio de 1736 luego de consolidar su fe en el Todopoderoso, fue ordenado como Pastor de la Iglesia de Inglaterra. Y fue allí, en ese preciso instante, que el Señor ganó a uno de sus siervos más destacados e ilustres del siglo de las luces. Mas Whitefield, a quien algunos historiadores religiosos denominaron como “la primera celebridad moderna”, por el amplio reconocimiento popular que alcanzó, tuvo que sufrir el desprecio de muchos cristianos ortodoxos para cumplir con éxito la misión que le encomendó el Creador: llevar Su Palabra a la mayor cantidad posible de gente de toda la tierra.

AMÉRICA, EL GRAN DESTINO

Así George partió en 1737 rumbo a América para predicar la Palabra de Dios en Savannah, Georgia, por invitación y sugerencia de los hermanos Wesley. Al poco tiempo, luego de fundar un orfanatorio para los niños desposeídos de Norteamérica, regresó a Inglaterra con el objetivo de reunir fondos para su iniciativa y comenzó a difundir los Evangelios al aire libre con una gran acogida que le valió el repudio de sus pares más tradicionalistas. Incomprendido, postergado y marginado, incluso fue víctima de una protesta por parte de un grupo de creyentes que no compartían sus métodos de evangelización. Bajo el amparo divino, y para la ira de su voz se dejó oír en Moorfields, Kennington, Blackheath y otros barrios de Londres y captó la atención de muchos miles de mundanos que a través de su vehemente oratoria conocieron las buenas nuevas.

Una vez que reunió un fondo de mil libras para su orfanato, Whitefield regresó en 1739 al continente americano. Lejos de su tierra, en Savannah, inmensas multitudes los escucharon mientras terminaba de darle forma a un proyecto que se mantiene vigente hasta el día de hoy. El 25 de marzo de 1740, en plena efervescencia de la esclavitud, puso el primer ladrillo de su institución y cuando el edificio se completó lo bautizó como “Bethesda”. Con el tiempo, este centro se transformó en el único medio de sustento de innumerables niños huérfanos por quienes Whitefield luchó. Entretanto, al lado del estadounidense Jonathan Edwards, participó de la fundación del movimiento evangelista que más tarde se conoció como “El Gran Despertar”.

En una época desprovista de medios de transportes veloces, cuando cruzar el Océano Atlántico era una aventura larga y peligrosa, George visitó América en siete oportunidades y completó trece travesías transatlánticas con la única misión de propagar las enseñanzas del Señor. Por cierto, algunos autores estiman que a través de su vida pastoral, Whitefield predicó más de dieciocho mil sermones formales e incluso detallan que, incorporando los mensajes informales, el número podría elevarse a más de treinta mil. Además, visitó en misión cristianizadora las Bermudas, Gibraltar, los Países Bajos y realizó quince viajes a Escocia y dos a Irlanda. Asimismo, se calcula que predicó por los menos a unos diez millones de personas en sus treinta y cuatro años de ministerio.

PREMATURA PARTIDA

Whitefield no fue un predicador común. A diferencia de la mayoría de los predicadores de su tiempo, utilizó la espontaneidad y desechó los mensajes prefabricados a la hora de ministrar la Palabra. Gente tan diversa como el científico Benjamín Franklin, el filósofo David Hume y el autor inglés John Newton, dieron testimonio de la belleza y eficacia de su oratoria. El destacado abogado británico, James Hamilton, lo describió como el príncipe de los predicadores ingleses. En un ambiente de escepticismo, personas de clase media y baja principalmente, se emocionaron, lloraron, oraron, dirigieron sus ojos al cielo, y sufrieron convulsiones bajo los efectos de sus predicas. La claridad de su lógica, la grandeza de sus concepciones y la belleza de sus frases sencillas cosecharon muchas almas para la viña del Señor.

Víctima del asma, durante su séptimo viaje a América, George Whitefield partió de este mundo la mañana del sábado 30 de septiembre de 1770, dos meses y medio antes de cumplir cincuenta y seis años de vida.

Según su propio deseo, fue enterrado bajo el púlpito de la “Old South Presbyterian Church” de la ciudad de Newburyport, Massachusetts, con la asistencia masiva del pueblo de Cristo. John Wesley, uno de sus mejores amigos, predicó un discurso conmemorativo en sus exequias en el que destacó sus virtudes y valor.

En tal ocasión, Wesley, fundador del movimiento metodista, al final de su intervención dejó una pregunta que hasta la actualidad resume quien fue Whitefield: “¿hemos leído o sabido de alguien que haya sido un instrumento de bendición en sus manos para conducir a tantos pecadores de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios?”

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