martes, 13 de diciembre de 2011

El Dios del Salmo sigue operando


Rev. Sinaí Santiago

“Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento”, Salmos 23:4.
Yo conocí a Dios siendo un jovencito, tenía apenas unos 15 años cuando comencé a congregar en una iglesia; todo me iba bien y el Señor se manifestaba porque yo lo buscaba en oración y ayuno. A los 17 años me enamoré de una muchacha muy dulce y muy buena, que hoy es mi esposa, pero ella no conocía al Señor –eso se llama yugo desigual– y ese enamoramiento me apartó de la iglesia. Me casé y abandoné al Señor.

Luego de dejar al Señor, apareció en mi vida un problema de salud que comenzó a debilitarme rápidamente. Este problema de salud era dificultoso e incómodo para la vida que llevaba, ya que cuando comía no podía pasar los alimentos –no bajaban al estómago y tenía que devolverlos– al menos que sea con un poco de agua, así llegaba a comer en pequeñas cantidades y eso me sustentaba. A pesar de esta crisis yo hacía hasta lo imposible por comer sin lograr mi cometido, esto me llevó a una situación de salud deprimente, mi cuerpo comenzó a verse muy esquelético.

En un momento dado, visitando a una tía –ella era una médico profesional– me sirvieron alimentos y empecé a comer, allí me dio un mareo, comenzó un calambre en la cabeza y perdí el conocimiento. Con las facilidades que tenía mi tía me pudieron internar inmediatamente, me sacaron radiografías y exámenes de toda clase y dentro de algunos días me dieron el diagnóstico: tenía cáncer al esófago. El médico me dijo: “Te vamos a operar, hay que extirparte el esófago y todo va a quedar bien, aunque vas a estar padeciendo toda tu vida de esto, pero hay que quitarte ese cáncer”.

Yo tenía 17 años, estaba casado y mi esposa embarazada, ya no me quedó otra cosa que llorar. Llorando en aquella cama llegó mi mamá, que hace seis meses se había convertido al Evangelio. Cuando me vio llorando me preguntó qué me sucedía, yo le expliqué lo que el médico me dijo acerca del cáncer que tenía, que me iban a operar y que iba a quedar inútil. Me dijo: “no te preocupes yo acabo de conocer al Señor y voy a orar con unas hermanas y Dios nos va a dar una salida a este problema”.

A los tres días regresó mi madre y me dijo que el Señor me iba a sanar, que no me sometiera a la operación, que ya estaba sano. Yo estaba más tranquilo, yo creí en esas palabras. Hablé con el médico y le dije que ya estaba sano y que no me operara; él me dijo que me dejara de cosas porque ya estaba todo listo. Me llevaron a la sala de operaciones y me abrieron, pero no encontraron nada, el Señor ya se había llevado el cáncer.

Cuando me recuperé de esa operación estaba yo más contento, pero continuaba en las cosas del mundo enredándome más y más. Pertenecía a una organización donde hacía toda clase de cosas con el propósito de recibir dinero, manejaba cantidades grandes, en ese negocio estuve 12 años. En esos años me hicieron tres operaciones más, a pesar que el Señor me había sanado y no había cáncer, yo no podía pasar alimento, continuaba con el mismo problema, cada vez que comía lo devolvía. Todo el dinero que yo ganaba me lo gastaba con los médicos buscando solución a mi problema, me ponían toda clase de medicamentos para sostener los alimentos.

Así pasé mucho tiempo, hasta que a un médico se le ocurrió dilatarme el esófago, me ponían un aparato por la boca para expandir mi esófago. Me dilataban los lunes: salía al hospital, entraba a la sala de operaciones donde me ponían los dilatadores y expandían el esófago, una vez pasada la anestesia despertaba y me iba para mi casa con mi esposa; comía martes, miércoles y el jueves ya tenía que volver a dilatarme de nuevo; el viernes, sábado y domingo comía normal, pero el lunes tenía que volver a dilatarme porque ya estaba cerrado el esófago y los alimentos no pasaban.

Hasta que un día, me acuerdo que era domingo por la mañana, llegó un primo mío a predicarme, le invité a entrar y mientras tomábamos café me habló de Jesucristo; yo me paré y enfurecido le dije: “no hables de Jesús, porque a Él yo lo conozco primero que tú, yo sé que es milagroso”. Saqué toda la documentación que tenía de mi antigua operación y le mostré diciendo esto lo hizo el Señor, el Dios del que me estás hablando.

Terminamos la conversación y él se paró furioso y me dijo: “para que tú entiendas que yo he venido de parte de Dios voy a orar por ti, para que el Señor te pase por el cedazo y entiendas que Dios te está llamando”. Me dio un escalofrío de pies a cabeza; me dio la espalda y se fue y yo me fui tras él diciéndole: “¡Víctor! Espera, no te vayas, vamos a seguir hablando” y me dijo no tenemos nada más que hablar; yo le dije: “mañana voy al hospital, al salir paso por tu casa para seguir hablando”; pero me dijo: “el lunes no vas a salir del hospital”.

Llegó el lunes y a mí se me había olvidado toda la conversación, entraba al hospital como de costumbre, pero el médico que acostumbraba hacerme la dilatación no apareció por ningún lado y llamaron a un practicante quien se sentó frente a mí y me preguntó acerca del proceso de la dilatación. Mi esposa me decía: “vámonos de aquí que este no sabe nada de esto”. “Cómo no va a saber si es médico”, le respondí. Ya con la anestesia puesta, al estar yo aún somnoliento escuchaba que el doctor practicante me preguntaba cómo era la forma de hacer la dilatación, pero en un momento me fui por completo y el doctor hizo lo que tenía que hacer.

A ese médico practicante lo había puesto el Señor, no sé si sería un ángel, pero algo era, porque Dios lo había puesto allí. Cuando terminó con su trabajo se supone que yo despertaría, pero no desperté me quedé en la mesa. Desperté en la noche en un cuarto del hospital y estaba enrollado con la cabeza en medio de las rodillas, me había dado una parálisis. Al abrir mis ojos no veía, tampoco podía hablar, lo único que movía eran los dedos de las manos. A la mañana siguiente vino mi esposa a atenderme, me vio en aquella condición, obviamente ella esperaba que los médicos me atendieran, pero ningún médico apareció.

Me acomodaron en una silla de ruedas, con mi cara en mis rodillas, sin fuerza ni para poder enderezar el cuerpo, lo único que hacía es dar señas con mis dedos, no hablaba solo oía.  Alguien me dijo en una ocasión que “la fe viene por el oír la Palabra de Dios”, creo que por eso el Señor permitió que mi oído estuviera bueno para que yo escuchara la Palabra de Dios. Cuando mi esposa vio que yo no reaccionaba habló con el director del hospital y me hicieron varios estudios. Resulta que aquel médico principiante me perforó el esófago y los jugos gástricos del estómago comenzaron a salirse y a regarse por el cuerpo, se comieron todos los órganos, perdí mi pulmón derecho, el hígado, los intestinos, lo único que quedó dentro de mí sano fue el estómago.

Yo escuchaba que el Señor le decía a mi esposa: “la condición de su esposo es de muerte, este hospital no puede hacer nada por él, no hay médico que pueda hacer algo por él, le ha dado una peritonitis avanzada y le ha destrozado los órganos vitales”. Me había puesto amarillo hasta los ojos. Un día subió el médico que me acostumbraba hacer las dilataciones, él era creyente, y mirándome me dijo lo único que te queda es clamar a Dios.

El Salmo 23 dice: “Aunque ande en valle de sombra de muerte…” Yo andaba en valle de sombra de  muerte, literalmente, pude experimentar lo que es la muerte, en esa condición no tenía ninguna intención para buscar de Dios, sabía que me moría y que iba directo al infierno, pero nada me motivaba a clamar a Dios. En un momento dado el director del hospital me dijo: “Sinaí vamos a hacerte una operación”. Él me había dicho que el hospital no podía  hacer nada, y ahora me dice vamos a hacerte una operación, creo que la idea era sacarme de ese lugar para que dijeran que alguien estaba haciendo algo conmigo.

Me llevaron en una camilla a la sala de operaciones y en el camino el Señor permitió que viera a mi primo Víctor, yo traté de gritarle, pero era inútil, en ese momento comencé a sentir la necesidad de salvación, cuando vi a mi primo con una Biblia en su brazo y acompañado de unas hermanas de la iglesia donde congregaba. Una mujer de Dios, que estaba en el grupo, guiada por el Espíritu Santo, detuvo la camilla y me desarropó; luego gritó: “¡hermano Víctor! Venga que aquí está su primo”. Él se acercó, junto con los demás hermanos, y me comenzó a hablar del Señor, me leyó el Salmo 23: “Jehová es mi pastor; nada me faltará…”, y mientras me leía el Salmo yo lo repetía en mi mente y en mi corazón.

Comencé a clamar y Jehová me escuchó en esos momentos, me sacó de aquella oscuridad y yo sentía la paz de la Salvación. Estaba tranquilo aunque iba hacía la muerte porque ya había conocido la salvación, así que no me importaba morir. La mujer que paró la camilla era una mujer de fe así que dijo: “voy a orar por sanidad”, y comenzó a clamar por sanidad divina; mientras ella oraba mi cuerpo comenzó a enderezarse y tomó la forma, me vino el habla y la vista, comencé entonces a gritar: “Jehová es mi pastor; nada me faltará”, en alta voz. Los camilleros me llevaron de prisa y en vez de llevarme a la sala de operaciones, me llevaron a la morgue, a las neveras, allí me dejaron y se fueron. No sé qué tiempo estuve allí pero al rato oigo voces, eran dos muchachas vestidas de verde, vinieron con un cadáver, lo tropezaron con mi camilla, yo me desarropé para ver lo que estaba pasando, una de ellas salió corriendo como una loca y la otra se quedó allí para auxiliarme, gritaba: “¡hay uno vivo!” Me levanté de mi camilla, estaba desnudo, pero arropado con las sábanas, me puse de pie, pero ella me agarró y me dijo que me quedase ahí.

Me sacaron de la morgue y me llevaron a la sala de operaciones donde yo mismo me bajé de la camilla diciendo que no necesitaba de la operación, yo estaba bien. Ellos me echaron y me abrieron nuevamente, y yo estaba podrido por dentro, había perdido el pulmón derecho, mi hígado, los intestinos, y otros órganos. Me cerraron y me conectaron a un sin número de máquinas, todas sustituyendo a los órganos que no tenía, estaba lleno de máquinas. En esa condición me atendió un doctor, de apellido Castillo, quien con mucho cariño y deseo de ayudarme venía a mi cama a atenderme con tanta devoción y cariño, a aquel montón de huesos tirado en aquella cama, rodeado de máquinas.

Para sorpresa del sin número de médicos que me atendieron durante todo ese tiempo, día a día me tenían que buscar la máquina de rayos equis para hacerme placas, porque sucedía que en los monitores de ellos había un órgano funcionando que se supone no estaba antes. Luego aparecía otro órgano trabajando, los médicos se volvían locos, ellos decían: “si nosotros ya le extirpamos, y ya no había órganos, todo estaba podrido, y ahora aparece un hígado nuevo funcionando”. Así sucesivamente empezaron aparecer órgano tras órgano.

Un día mi esposa recogió en una botella mi vejiga, yo la oriné, cuando la examinaron en el laboratorio era la vejiga en pedazos, estaba podrida, mi esposa la recogió y la llevó al médico. El médico le preguntaba: “y, ¿de dónde la sacaste? ¡No puede ser!”. ¡Sí puede ser! Era mi vejiga, la boté y el Señor me puso una nueva, ese es el Dios que nosotros servimos. Mi estómago que era lo único que había dentro, me lo habían puesto en el lado izquierdo. Yo le decía a mi esposa, tengo un motorcito por aquí funcionando. “Qué motorcito, estás loco” me decía.  Me hicieron una gastrostomía, me pusieron una manguera por fuera para alimentarme porque yo no tenía esófago.

Luego de seis meses, cuando yo cobrara fuerzas me iban a hacer un trasplante de esófago, mi hermano mayor iba a donar una parte de su esófago para mí. Salí del hospital e hice un pacto con Dios, asistí a una iglesia para adorar y darle gracias al Señor. Pero los tratos con mi vida seguían; una noche al salir del templo, abrí mis ojos para llamar a mi esposa, para que me cambie de cama –a mí me tenían que cambiar de cama cada dos horas porque sudaba mucho– y vi un grupo de ángeles, estaban vestidos de púrpura. Uno de los ángeles bajó sus manos y me levantó de la cama, otros ángeles me secaron y me pusieron nuevamente a dormir.

Cuando desperté a la mañana siguiente le expliqué a mi esposa, ella ya estaba acostumbrada a los milagros; también llamé a mi mamá, ella me dijo que esa era una visitación de Dios. “Y si Él te ha visitado es porque ha hecho algo grande en ti, ve al médico”, me dijo mi mamá. Hice arreglos para ver al médico nuevamente, cuando entré me encontré con el doctor que me atendía, él al verme empezó a llorar. Le expliqué lo que me había pasado, que era la razón para que me quiera hacer los análisis, me llevó a uno de los cuartos y me tomó radiografía. Apareció con unas placas y me dijo: “ves esto, es un esófago y tú no lo tenías, Dios te puso un esófago, el Señor es hacedor de maravillas, Él crea órganos y tejidos, ¡Aleluya!” dijo el doctor. También mencionó: “hay un problema ese esófago es muy delgado, hay que probarlo”. Mandamos a comprar unos huevos duros y papas los que comí sin ningún problema.

Tengo un esófago fino, pero el Señor permite que todo lo que coma pase sin ningún problema. Recuerdo que un día cuando estaba acostado sentí la voz de Dios, Él estaba sentado en mi cama y al despertar me dijo: “puedes dormir tranquilo porque la ira de Jehová se ha apartado de ti”. ¡Gloria a Dios! El Señor tuvo que venir a posar sobre mí para decirme que ya todo terminó, que la prueba ya pasó. Ahora aquí estoy para la gloria y honra de su nombre. ¡Aleluya!

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