martes, 13 de diciembre de 2011

Dejando de mirar las manos de Dios para mirar su rostro



Rev. Sinaí Santiago

Si fijamos la mirada en las manos del Padre Celestial, quedarán opacados sus demás atributos, y perderemos bendiciones quizá más profundas todavía.
“También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como uno de los jornaleros.

Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaban lejos, lo vio su padre y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo, y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse”(Lucas 15:11-24).

Este pasaje de las Sagradas Escrituras se conoce como la parábola del hijo pródigo. Aquí el hijo menor decide alejarse de su hogar y de su familia, para malgastar su herencia. Asimismo cuando una persona se aparta de Dios, desecha las bendiciones y los tesoros eternos de Dios, a cambio de placeres vanos, costosos y efímeros.

Sin embargo, no solamente este joven quedó en ruina, sino que el país donde vivía sufrió una hambruna. Para no morirse de hambre, aceptó ejercer una ocupación que era abominable para los judíos: apacentar cerdos.

No obstante, con el transcurso de los meses y el aumento de la miseria, aquel hombre volvió en sí. Recordó que en la casa del padre, donde había sido bendecido tanto, hasta los jornaleros tenían abundancia de pan. Entonces decidió volver.

Las Escrituras indican que su padre lo reconoció de lejos, y corrió hacia él. De la misma manera, cuando uno de Sus hijos decide regresar a Su casa, el corazón de Dios, que rebosa de amor, se apiada de él.

1. PONER LOS OJOS EN LOS BIENES, EN LAS REGALÍAS, Y EN LAS BENDICIONES DEL PADRE

El fallo inicial de aquel joven consistió en que puso sus ojos en los bienes, en las regalías, y en las bendiciones de su padre. En ciertas ocasiones, las bendiciones pueden volverse contraproducentes y tornarse en algo negativo.

Cuando esto sucede, corremos el mismo peligro que el hijo pródigo. En efecto, nuestra vida espiritual empieza a patinar, porque nos hemos acostumbrado al cúmulo de bendiciones. Entonces nos cegamos y apartamos la mirada del rostro de Dios, para fijarnos solamente en su mano que bendice. Hoy en día, hay mucha gente que conoce al Señor solamente como alguien que da, y sus oraciones consisten siempre en exigencias y solicitudes. Y estos son como el hijo pródigo, quien le dijo a su padre: “dame lo que me corresponde”.

Aquel joven nunca vio claramente el rostro de su primogenitor, sino solo sus manos. En otras palabras, nunca le dio importancia a la bondad de su padre, no gustó de su misericordia, ni tampoco supo apreciar la mirada de amor que reservaba a sus hijos. El hijo menor se centraba de forma exclusiva en los beneficios materiales que podía sustraerle a su padre en su calidad de heredero. Amados, si fijamos la mirada en las manos del Padre Celestial, quedarán opacados sus demás atributos, y perderemos bendiciones quizá más profundas todavía.

En el momento cuando el padre vio a su hijo venir de lejos, corrió hacia él. Aquel hombre sabía que el joven ya no podía exigirle dinero ni herencia, por cuanto se las había entregado. Si volvía a la casa del padre, era sin intereses personales, por cuanto ya no le esperaba nada allí, excepto el perdón y trabajar como cualquier jornalero para ganar su pan de cada día.

2. LA BENDICIÓN DE PONER LOS OJOS EN EL ROSTRO DEL PADRE

Aunque no le quedaba ningún beneficio económico por recibir, el hijo pródigo decidió acercarse de nuevo a la casa paterna para morar en el lugar de bendición. Decidió cambiar la mirada que le dedicaba a su padre, y verlo como los jornaleros que trabajaban en su hacienda.

Después de abrazarlo y perdonarlo, el padre dio órdenes con respecto a su hijo: 1) Que lo vistieran con las mejores ropas; 2) que le pusieran un anillo en su mano; 3) que lo calzaran; 4) que mataran al becerro engrosado; y 5) que se celebrara el retorno.

Como denotan estos actos, el padre devolvió a aquel joven todo lo que el mundo y su descarrío le habían arrebatado. Más allá de recibir de nuevo bienes terrenales pasajeros, importaba que fuera restaurado como hijo y heredero de la casa.

El reencuentro con Dios cambia la vida del ser humano. El padre pudo ver que su hijo volvía diferente; el mismo joven que se había mostrado arrogante, que exigió su herencia antes de tiempo, venía ahora cabizbajo, humillado, reconociendo que no merecía que su padre lo recibiera de nuevo en su casa. Aquel hijo era nuevo, y había desplazado su mirada de la mano de su padre para fijarla en su rostro bondadoso.

También el padre dijo que el muchacho se había perdido, pero ahora había sido hallado (Lucas 25:24). Y es que cuando uno se va de la casa del padre, no importa dónde se meta ni a quién frecuente, está igualmente perdido. Mas cuando regresa, los cielos celebran su retorno con fiestas. Esto lo dijo el propio Señor Jesucristo: “Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento […] Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente” (Lucas 15:7-10). A su regreso, el hijo pródigo no fue recibido como un jornalero, aunque lo merecía, sino que retomó la posición de hijo.

Jacob también fue un hombre que abandonó la casa de su padre a causa de sus errores. No obstante, aquel hombre tuvo un encuentro con Dios que transformó su vida para siempre; porque por primera vez, alzó sus ojos para ver el rostro del Padre: “Y llamó Jacob el nombre de aquel lugar, Peniel; porque dijo: Vi a Dios cara a cara, y fue librada mi alma”(Génesis 32:30). Pero este encuentro con Dios tuvo consecuencias, y fue que Jacob nunca más volvió a caminar como solía. El varón que luchó con él le descoyuntó la cadera (Génesis 32:25-31).

Cuando Jacob miró a Dios cara a cara, dejó de ver en Él únicamente la mano que suple. En efecto, en su huida de la casa de su padre, dijo: “Si fuere Dios conmigo, y me guardare en este viaje en que voy, y me diere pan para comer y vestido para vestir, y si volviere en paz a casa de mi padre, Jehová será mi Dios” (Génesis 28:20-21). Aquel hombre dejó de ver la mano que le suplía, para poner sus ojos en el rostro de Dios.

Amados, Dios nunca ha cesado de ser bondadoso, y este es el día para que miremos Su rostro, y apartemos la mirada de las bendiciones y de las añadiduras. La bondad de Dios y Su infinito amor nos devolvieron la esperanza y nuestra posición de herederos del reino de los cielos.

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